La tarea de ser padre es ardua. Como en El grito de Munch, los adultos pueden llegar a desesperarse y expresar ese estado anímico con sus consiguientes riesgos. “Vivimos en una sociedad acelerada, con una rutina muy estructurada y caracterizada por las prisas. Pretendemos llegar a todo. Debemos sacar adelante vida laboral, familiar y social. Y cuando tenemos hijos, las cosas se complican”, explica la psicóloga Maria Pons Obrador. Es difícil cumplir con todo y suele llegarse al límite con mayor facilidad. “Por norma general, no estallamos en el trabajo ni en nuestra vida social. Lo hacemos en un lugar seguro y de confianza: En nuestro hogar”, refiere la experta.
Al gritar o “vociferar de modo ruidoso” el niño sufre y se le inculca un modelo erróneo en cuanto a la gestión de las emociones. “Los gritos son respuestas violentas a los sentimientos mal canalizados y circunstancias del estrés”, sostiene Amparo Palacios Mellado, pediatra en el Hospital de Poniente, El Ejido (Almería). Para la profesional médica no es una buena forma de resolver los problemas y el ejemplo a los hijos es nefasto. “El receptor no solo no escucha el mensaje, sino que lo recibe como un hecho iracundo, traumático e incomprensible. El niño utilizará el enfado de un modo más recurrente”. “Gritar a los niños conlleva un sentimiento de arrepentimiento y no es forma de ejercer la autoridad”, asegura Palacios Mellado.
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